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UN ANÁLISIS ECONÓMICO DE LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA: ¿QUÉ
MAXIMIZAN LOS JUECES?
Francisco Cabrillo*
I.- INTRODUCCION
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UN ANÁLISIS ECONÓMICO DE LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA: ¿QUÉ
MAXIMIZAN LOS JUECES?
Francisco Cabrillo*
I.- INTRODUCCION
Desde el análisis económico del derecho se estudia la administración de justicia
como un mecanismo de asignación de recursos productivos en una sociedad. La idea básica
es que una administración de justicia ineficiente tendrá como resultado una asignación
ineficiente de recursos, cuyas consecuencias serán un inadecuado funcionamiento del
sistema económico y, en consecuencia, una reducción del bienestar de toda la población. Si
aceptamos que el mecanismo de asignación de recursos más eficiente es el mercado, sería
deseable que los tribunales, en su actividad juzgadora, llegaran a resultados similares a los
que se habrían alcanzado si hubiera sido posible aplicar los principios del libre contrato y la
libre negociación entre las partes. No es ésta, sin embargo, la visión que se obtiene a
menudo cuando se analizan las resoluciones judiciales. En España –y en otros países- es
frecuente encontrar sentencias en las que el objetivo de los jueces es muy diferente y se
orienta más bien a utilizar el poder de juzgar para buscar resultados que, en muchos casos,
chocan abiertamente con los principios que deberían inspirar una economía de libre
mercado.
Este trabajo presenta un análisis de la estructura de comportamientos y criterios de
decisión de los jueces. Para ello se presta especial atención a la formación de preferencias
del grupo, haciendo uso de una de las diversas líneas de investigación basadas en la teoría
del capital social, en la línea de los trabajos de James Coleman y Gary Becker. En la
segunda sección se ofrecen algunos comentarios sobre el papel del denominado activismo
judicial en nuestros días, tanto en los países de derecho común como en los de derecho
civil. En la tercera se estudian las funciones de utilidad y la formación de preferencias en
el colectivo de los jueces. La cuarta analiza algunos trabajos recientes sobre el papel que la
política desempeña en las decisiones judiciales. Concluye el artículo con una reflexión
sobre la relevancia de las preferencias y el coste que puede tener su defensa en el seno de
un tribunal colegiado.
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II.-LOS JUECES ANTE LA ECONOMIA: EL ACTIVISMO JUDICIAL
En lo últimos años se ha registrado en casi todo el mundo un significativo
crecimiento de lo que podríamos denominar “activismo judicial”, entendiendo por tal
término decisiones de los órganos de la Administración de Justicia que van más allá de la
estricta aplicación de la ley, para extender algunos de sus principios a situaciones nunca
previstas por el legislador; y ante las que cabe, además, pensar razonablemente que el
legislador no habría actuado en tal dirección en el momento de promulgar la norma. Este
papel de los jueces como creadores de normas o interpretaciones que otorgan efectos
jurídicos a determinados comportamientos tiene, ciertamente, especial relevancia en los
sistemas de derecho común, en lo que el juez tiene una capacidad de crear derecho muy
superior a la del juez de los sistemas de derecho civil, como el nuestro. Pero su desarrollo
ha dado origen, especialmente en los Estados Unidos, 1 a debates relevantes con respecto al
grado en el que esta capacidad de crear derecho por parte de los jueces debería centrarse en
lo que es estrictamente “derecho común” o extenderse también–como de hecho sucede- a
las normas de derecho estatutario. La relevancia de esta cuestión para el análisis de las
relaciones entre la administración de justicia y la economía es fácil de comprender cuando
se observa que numerosas normas de derecho estatutario regulan buena parte de la
actividad económica, en campos muy diversos que van desde, por ejemplo, el derecho de
defensa de la competencia hasta la formulación de a derechos subjetivos de carácter
“positivo” de claro contenido económico. El juez Antonin Scalia, por ejemplo, desde su
análisis textualista ha insistido en que la política social del Estado no debería ser
establecida por los jueces, sino por el poder legislativo. Y extiende su interpretación del
tema hasta la Constitución misma, que, en su opinión, ha venido siendo interpretada por los
jueces norteamericanos como si de derecho común se tratara.2 Scalia ha llamado así la
atención sobre el problema que plantea una extensión de los derechos de carácter “positivo”
en el sentido en el que la llevó a cabo, por ejemplo, el Tribunal Supremo norteamericano
bajo la presidencia del juez Warren; y ha insistido en el peligro que plantea la formulación
de una amplia serie de derechos de esta naturaleza si su aplicación queda en manos de
jueces independientes a los que no se les puede exigir responsabilidad por sus actuaciones.
Pero también en los sistemas de derecho civil puede encontrarse esta tendencia de
un mayor activismo de los jueces. Y se ha apuntado incluso la idea de que la propia
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naturaleza del derecho codificado, que implica necesariamente una mayor rigidez en la
adaptación de las normas a los cambios experimentados por la realidad económica,
favorece el activismo judicial en determinados casos, entre los que suele mencionarse como
ejemplo destacado el papel desempeñado por los jueces en el campo de la responsabilidad
civil extracontractual.3 Además, en el derecho continental los jueces han contribuido, con
frecuencia, a realizar una redistribución de la renta en el sentido de forzar transferencias de
unos grupos sociales a otros. Piénsese en el papel que un juez desempeña cuando decide
que el Estado debe pagar una pensión de viudedad a alguien que no tenía ninguna relación
legal con el fallecido, cuando establece, como principio, que en un accidente laboral debe
apreciarse culpa concurrente para el empresario, aunque éste pueda demostrar que aplicó
cuidadosamente cuantas normas de prevención establece la ley o, en general, cuando busca
en su sentencia la protección de la parte que considera más débil en la relación contractual,
llegando a forzar para ello la letra misma de la ley.
Es interesante apuntar, además, que esta actitud no siempre está ligada a una
determinada orientación política de los jueces, sino que parece venir condicionada, más
bien, por un determinado sistema de valores, que no pone la primacía en la búsqueda de la
eficiencia y persigue, en cambio, otros objetivos, por lo general de redistribución de la
renta. En el caso de España se han realizado aproximaciones a esta cuestión por una doble
vía. Por una parte, se han realizado en nuestro país dos encuestas interesantes (Toharia
(1998) y Círculo de Empresarios (2003)) que ponen de manifiesto el divorcio que hoy
existe en España en lo que se refiere a las opiniones de empresarios, por una parte, y de
jueces y abogados, por otra, con respecto al funcionamiento de la justicia y a los sesgos
ideológicos de quienes forman parte de los tribunales que la administran. Este tipo de
estudios no nos ofrece, desde luego, una visión objetiva de la situación; pero sí presentan
una imagen ilustrativa de la percepción que los diversos agentes económicos que forman
parte o utilizan los servicios de la administración de justicia tienen del problema. En ambas
encuestas los empresarios se quejan mayoritariamente de la falta de efectividad de la vía
judicial para la resolución de muchos de los problemas que afectan a la vida económica, así
como de la falta de formación de los jueces en materias económicas y su actitud, en
general, poco proclive a la actividad empresarial.
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Por otra parte, Cabrillo y Pastor (2001) han analizado sentencias de los tribunales de
justicia, especialmente del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional que resultan
bastante indicativas de una actitud poco proclive a los principios de una economía de
mercado por parte de los jueces españoles, aunque este estudio no permite, desde luego,
determinar el grado en el que estas sentencias pueden considerarse representativas en el
marco del conjunto de la jurisprudencia de estos dos tribunales. A manera de ejemplo,
pueden mencionarse algunas ideas que aparecen reflejadas en la jurisprudencia de estos
tribunales:
- El principio de libertad de empresa no prejuzga nada, porque no existe un modelo de
mercado, sino varios (STS 28 de mayo de 1984).
- La libertad de empresa es un concepto que plantea graves dificultades de definición
(STC 37/1987)
- Es justo discriminar, en algunas actividades económicas, a favor de las personas físicas
y en contra de las personas jurídicas, ya que a éstas les mueve un “mero interés
mercantil”, mientras aquéllas buscan “un medio digno de subsistencia”. (STS 12 de
abril de 1985).
- Aunque la Constitución afirme en su artículo 28-1 que “todos tienen derecho a
sindicarse libremente”, este derecho no aplicable a los empresarios (STC 8 de abril de
1981).
- En lo que a la huelga y al cierre patronal hace referencia, el ordenamiento jurídico
español no se funda en el principio de la igualdad de trato entre las medidas de conflicto
nacidas en el campo obrero y las que tienen su origen en el sector empresarial. (STC 8
de abril de 1981)
III.- ¿QUÉ MAXIMIZAN LOS JUECES?
Una de las aportaciones más importantes de la economía a la comprensión de los
fenómenos sociales de nuestros días ha sido mostrar cómo el análisis de los
comportamientos en términos de funciones de utilidad y estrategias de optimización puede
extenderse mucho más allá de los estudios tradicionales sobre empresarios y consumidores.
Gracias a ello existen ya numerosos trabajos que intentan explicar, en términos
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“económicos” –entendiendo por tales este análisis de estrategias de maximizaciónconductas
muy diversas, entre ellas –y este es el campo en el que seguramente más se ha
avanzado- las de políticos y funcionarios. Poco se ha hecho, sin embargo, en lo que hace
referencia a los jueces, lo que no deja de resultar sorprendente, dada la gran relevancia de la
función que aquéllos desempeñan. El objetivo de este análisis consistiría, básicamente, en
determinar por qué los jueces actúan como lo hacen; y, con mayor precisión, cuáles son los
motivos que condicionan sus conductas. En términos económicos, cuáles son los
argumentos que forman las funciones de utilidad de los jueces y cuáles son las restricciones
con las que se encuentran en el proceso de alcanzar sus objetivos.
En el ejercicio de su profesión, los jueces se enfrentan a unas restricciones
particulares en su conducta de maximización de la utilidad, la más importante de las cuales
es que sólo en un grado muy reducido pueden incrementar sus ingresos monetarios
mediante un mayor esfuerzo o una mayor competencia técnica. Por ello, se han buscado
otros factores que puedan explicar su comportamiento. Así Cooter (1983) ha insistido en la
relevancia que para los jueces tiene el prestigio en el ejercicio de su profesión. Con un
enfoque más amplio, Richard Posner, en un trabajo, de cuyo título nace directamente el
encabezamiento de este artículo (Posner, 1995) se planteó como objetivo el análisis de las
funciones de utilidad de los jueces, a partir de la idea de que éstos actúan racionalmente en
el sentido de que maximizan funciones de utilidad, como cualesquiera otros agentes que
actúan en la vida económica. En su modelo, los argumentos de las funciones de utilidad de
los jueces son muy variados, y van desde el satisfacción misma que proporciona el hecho
de juzgar al ocio, la renta monetaria, la reputación, así como a otros elementos como la
popularidad, el prestigio y el hecho de que sus sentencias no sean casadas por tribunales
superiores. Una idea interesante del juez Posner es que, en su opinión, “intentar cambiar el
mundo no desempeña papel alguno en la función de utilidad de los jueces”.
La tesis que se defiende en este trabajo es, sin embargo, que las preferencias y la
ideología cuentan a la hora de analizar el comportamiento de los jueces. Esto no significa
que los jueces se planteen como su objetivo u principal la transformación de la sociedad en
la que viven; pero sí que sus preferencias van a influir en sus resoluciones, Y, lo que
considero de gran importancia, que estas preferencias vienen condicionadas en buena
medida por el colectivo en el que los jueces se integran.
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A la hora de analizar las funciones de utilidad de los jueces es interesante empezar
con una reflexión sobre dichas funciones en los casos de los agentes que intervienen en los
otros dos mecanismos de asignación de recursos antes analizados: el mercado y el sistema
político. En el primero de los casos, la respuesta parece clara y ha constituido el objeto
básico de estudio para la teoría económica casi desde sus orígenes. Se da por supuesto que,
con mayor o menor amplitud para la introducción de variables de carácter cooperativo y del
altruismo, los agentes económicos intentan, en el sector privado, maximizar su beneficio
particular a partir de unas restricciones dadas. Más complejo es el caso del sistema político,
ya que en él hay que distinguir, al menos, dos tipos de agentes económicos. El primero es el
formado por los políticos, cuyas funciones de utilidad han sido analizadas también
ampliamente por la teoría de la elección pública. De acuerdo con este enfoque, el objetivo
principal a conseguir por el político es la permanencia en –o la conquista de- el poder, en
un marco específico de restricciones, la más importante de las cuales es, en los sistemas
democráticos, la necesidad de ganar elecciones. La mayor parte de las actividades en el
sector público, sin embargo, no es llevada a cabo por políticos, sino por funcionarios
profesionales. Y si también este grupo responde a una conducta maximizadora de sus
propios intereses, ésta es distinta de la de los políticos. Al burócrata no le interesa la
reelección. No la necesita. El funcionario profesional suele permanecer en su puesto al
margen de los avatares de la política, que sólo pueden afectarle en sus destinos y ascensos,
si llega a identificarse –positiva o negativamente- con el grupo en el poder. Su objetivo
será, en cambio, aumentar su influencia y su poder haciendo que su departamento sea lo
mayor posible, que el personal a su cargo sea lo más numeroso posible y que su
presupuesto sea lo más elevado posible. Para ello adoptará una estrategia dirigida a
persuadir de la racionalidad de sus propuestas a quien toma las decisiones sobre estos
puntos, el político que redacta los presupuestos del Estado y el parlamentario que los
aprueba. Se opondrá a las medidas de racionalización que puedan significar que sus
funciones son consideradas de menor importancia o pueden ser asumidas por otro
departamento con menores costes. Y, a menudo, aceptará las presiones de los políticos en
favor de determinados grupos de interés, si esto favorece sus propios objetivos. Si el
funcionario tiene un nivel bajo en la escala profesional, y no puede aspirar a ejercer este
tipo de influencia, y dado que sus posibilidades de incrementar sus ingresos monetarios con
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un mayor esfuerzo laboral, lo que intentará maximizar será el ocio y la comodidad en su
actividad laboral, trabajando el menor número posible de horas y presionando para que los
horarios, las vacaciones u otras condiciones de trabajo se adapten, en el mayor grado
posible, a sus conveniencias.
Las semejanzas entre las funciones de utilidad de los jueces y los burócratas son
evidentes, principalmente en algunos sistemas judiciales continentales. En el sistema
español, por ejemplo, el juez es un funcionario; inamovible, por tanto, como los demás
funcionarios, y en un grado aún mayor que éstos. Sus retribuciones no están ligadas
directamente a su productividad, e incrementar sus ingresos no es, generalmente, su
objetivo fundamental en el ejercicio de su profesión. Es cierto que las retribuciones, aunque
no ligadas a su productividad, sí dependen del puesto que ocupe y que un ascenso en la
carrera supone, por tanto, un sueldo más alto. La estructura de salarios y el sistema
mayoritario de acceso a la profesión –las oposiciones en España- parecen excluir, sin
embargo, a aquellos juristas cuyo objetivo sea obtener ingresos elevados. No es raro que, si
es un mayor salario lo que se busca como objetivo prioritario, el juez cuyos conocimientos
sean apreciados por el mercado pida la excedencia y se dedique al ejercicio de la abogacía.
Pero ésta es la misma actitud que encontramos en otros cuerpos altos de la administración
del Estado (inspectores de hacienda, abogados del Estado etc.). El hecho de que el acceso a
la judicatura se produzca en España a edades mucho más bajas que en aquellos países, en
los cuales se exige una experiencia acreditada en el ejercicio de la abogacía antes de ser
juez acentúa esta semejanza con otros cuerpos de funcionarios. El acceso a la judicatura
en España no supone, como en Gran Bretaña o los Estados Unidos, la culminación de una
carrera profesional en el mundo del derecho, sino una actividad a la que se llega aprobando
unos exámenes más o menos complejos, por candidatos a los que, en muchos casos, no les
afectaría mucho haber ingresado en la administración pública en un cuerpo diferente.
Además, la figura del burócrata niskaniano se encuentra también en la judicatura. Estamos
hablando en este caso de jueces cuyo principal objetivo es ocupar cargos directivos, en los
que su actividad básica no es la de juzgar, sino presidir un determinado organismo u ocupar
un cargo de carácter político o semipolítico, como son algunos de los que existen en
nuestro país. En este punto las coincidencias entre el juez y el alto funcionario público son
aún mayores.
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Como los demás funcionarios, los jueces pueden también maximizar el ocio y la
comodidad en el trabajo. Un juez que tenga como uno de sus objetivos relevantes no
dedicar demasiadas horas del día al trabajo será consciente, seguramente, de que con esta
actitud le resultará más difícil ascender en su carrera; pero tal comportamiento afectará en
muy poco a sus remuneraciones en relación con otros colegas de su mismo nivel. Esto tiene
implicaciones importantes a la hora de plantearse, por ejemplo, la política de
remuneraciones de la judicatura. Si en la función de utilidad de un juez, el ocio representa
un pago no monetario significativo, un alza de salarios no tendrá por qué constituir un
incentivo para que aumente su esfuerzo laboral. Si el aumento salarial está no está ligado a
la productividad, lo más probable es que esta medida no tenga efecto positivo alguno sobre
la actividad del juez. Podría incluso argumentarse que, dado que determinadas actividades
de ocio exigen un cierto nivel de recursos económicos, un crecimiento de éstos crearía más
incentivos para realizar tales actividades y, lo que podría entonces aumentar sería el tiempo
dedicado al ocio y no al trabajo. El efecto positivo de un aumento de las remuneraciones de
los jueces no iría, entonces, por el lado de una mayor productividad, sino por el hecho de
que la profesión a traería a personas más valiosas que consideren que los ingresos
monetarios constituyen uno de los criterios importantes a la hora de elegir su profesión.
Un efecto negativo sobre la productividad podría tenerlo, en cambio, la reducción
de las incompatibilidades de los jueces, en el sentido de permitir a éstos la realización de
más actividades productivas al margen de su función principal. Tal posibilidad crearía
incentivos para reducir al mínimo la actividad por la que se obtiene una remuneración fija,
al margen de lo que se produzca, y dedicar más tiempo a las actividades cuya remuneración
es función del rendimiento del profesional. La comparación, por ejemplo, de los jueces con
los catedráticos de universidad de algunas especialidades, que tienen mayores posibilidades
que los jueces para conseguir remuneraciones complementarias parece confirmar esta idea.
Hay, sin embargo, otros dos argumentos en las funciones de utilidad de los jueces
que merece la pena analizar con mayor detalle, dada su influencia en el contenido de sus
sentencias: se trata de los intereses y las preferencias de los jueces. De acuerdo con el
primero, el juez tratará en sus sentencias de actuar a favor de aquellos grupos de los que él
se considera miembro, y cuyo bienestar puede identificar, al menos parcialmente, con el
suyo propio. Se ha afirmado así, por ejemplo, que la clara actitud proarrendatario de
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nuestros jueces en temas de arrendamientos urbanos, se debe, en buena medida, a que –por
la necesidad de cambiar de domicilio en diversas ocasiones a lo largo de su carrera- los
jueces eran con gran frecuencia arrendatarios; una sentencia redactada a favor de éstos
supondría, por tanto, un apoyo a su grupo y a sus intereses. La idea tiene, además, viejos
antecedentes en la literatura económica. Así Adam Smith afirmaba que era preferible que
los tribunales que tuvieran que decidir sobre temas relacionados con el divorcio o el
adulterio estuvieran integrados por hombres de iglesia que no hubieran contraído
matrimonio, ya que los casados podrían identificarse con excesiva facilidad con los
intereses de los maridos, y orientar sus resoluciones en su favor, pensando que, en un
momento dado ellos mismos podrían encontrarse ante un tribunal de justicia, en una
situación semejante.4 Y el argumento se ha repetido, en muchas ocasiones, en épocas más
recientes cuando se ha acusado, por ejemplo, al conjunto de los jueces de ser excesivamente
benévolos con maridos que han sometido a malos tratos a sus esposas.
Sin negar que tales intereses puedan tener relevancia en algunos casos particulares,
no parece, sin embargo, que se trate de un criterio de toma de decisiones importante en la
actividad habitual de los jueces. La razón principal es que no es fácil encontrar muchos
temas en los que decidir un caso en un determinado sentido suponga una mejora
significativa en la situación en la que el colectivo de los jueces se encuentra. Cuestión
distinta es que los jueces, en cuanto ciudadanos o consumidores, piensen que una
determinada interpretación de la ley favorece al con junto de la sociedad en la que ellos
viven. Pero, en este caso, estaríamos ya entrando en un análisis de preferencias.
Estas preferencias del juez constituyen un factor relevante en su forma particular de
administrar justicia. Y la teoría económica ha realizado esfuerzos importantes en las
últimas décadas en el sentido de incorporar la creación y el mantenimiento de preferencias
a su propio análisis. Desde el trabajo pionero de Stigler y Becker “De Gustibus non est
Disputandum” (1977) la teoría económica se ha planteado la posibilidad de dejar de
considerar los gustos y las preferencias de las personas como un dato pata tratar de explicar
también tales gustos y preferencias desde la racionalidad del análisis económico. En la
teoría de Becker, las preferencias entran en el modelo mediante la incorporación a la
función de utilidad de dos tipos específicos de capital, el denominado capital personal (P) y
el denominado capital social (S). La idea consiste, en el fondo, en extender a la formación
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de gustos y preferencias el análisis que en su día se realizó para aplicar la teoría del capital
humano a los modelos de mercado de trabajo. Desde este enfoque, una función utilidad se
escribiría en la forma
U = U (x1,...xn, P, S)
donde las xi representarían los diferentes bienes que consume una persona
Desde el punto de vista de la teoría económica, la conclusión más importante que de
este modelo puede obtenerse es que, como nuestras acciones de hoy afectan a los niveles de
capital personal y social, y estos condicionan nuestras preferencias futuras, esta función de
utilidad “extensa” será estable, mientras las funciones de utilidad tradicionales ( o
funciones de subutilidad) en la forma
U = U (x1,...xn)
no lo serán. Pero, desde el punto de vista de esta investigación, lo más relevante es que las
funciones de utilidad extensa pueden ayudarnos a comprender mejor, en muchos casos, el
comportamiento de las personas y los grupos sociales. Las decisiones que cada individuo
adopta y el contexto social en el que se desenvuelve contribuyen a conformar sus
preferencias; que, a su vez, son determinantes de sus patrones de comportamiento.( Becker
1996; Becker y Murphy 2000)
El capital personal viene determinado por una compleja serie de actividades y
experiencias a lo largo de toda la vida. Es una variable stock, que se determina por la
acumulación de inversiones realizadas a lo largo de todos los períodos anteriores al
directamente considerado (IPi), menos la depreciación que este capital haya experimentado
en cada uno de dichos períodos (DPi). El capital personal, en un determinado momento t
será, por tanto:
1
1
1
1
t
i
pi
t
i
Pt Ipi D
Dada la naturaleza del ciclo vital de una persona, las inversiones en cada uno de los
períodos podrán tener valores diferentes, en un grado, además, distinto para cada persona.
Pero es razonable suponer que, aunque se modifique a lo largo de la vida, el capital
personal queda conformado, de forma bastante estable, en una época relativamente
temprana; concretamente, una vez que se ha completado el período educativo y se obtenido
la experiencia básica para el desarrollo de una determinada actividad profesional
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La teoría del capital social fue desarrollada, en la literatura sociológica, por J.
Coleman (1990) a partir de un concepto introducido por G. Loury. La idea es que, en
muchos tipos de organización social se desarrolla una serie de prácticas que resultan muy
útiles para el progreso social y económico de una determinada persona integrada en una de
ellas. Se trata de conocimientos, valores, relaciones interpersonales y principios de
autoridad y confianza que son aceptados por los miembros del grupo. Coleman señala que
el capital social se define por su función, que consiste, básicamente, en facilitar la acción de
quienes forman parte del grupo. El capital social es, por tanto, productivo en cuanto
permite a los miembros del grupo el logro de determinados objetivos, cuya consecución
sería mucho más difícil si aquéllos no hicieran uso de él. Dadas sus especiales
características, tiene un elemento importante de bien público, que no es propiedad de nadie
en particular y del que pueden hacer uso todos los miembros del colectivo. Y un aspecto
relevante del capital social es que uno de los factores importantes para su creación es el
desarrollo de un conjunto de ideas comunes o una forma de interpretar la realidad que los
miembros del grupo comparten.5
El capital social de una determinada persona se forma tanto a partir de sus
estrategias para integrarse en un determinado grupo, como por las actividades y
preferencias del grupo, que serán internalizadas por cada uno de sus componentes, no sólo
porque pueden asumirlas espontáneamente, sino también porque el hecho de asumirlas
mejorará su posición en el seno del grupo y elevará, por tanto, su nivel de bienestar. Como
el capital personal, el capital social de un determinado grupo h es una variable stock, que se
forma por la acumulación de inversiones de cuantas personas pertenecen al grupo (Zh),
menos la depreciación experimentada (Dh ), que reflejaría el debilitamiento de la estructura
del grupo o la reducción de su capacidad para el logro de objetivos comunes. Si
denominamos Zj
h a las aportaciones que cada uno de los miembros del grupo h ha
realizado al capital social del grupo, y éste está integrado, a lo largo del tiempo, por n
miembros, el capital social de este grupo, en un momento t, será
1
1 1
1
1
t
i
i
n
j
t
i
h ji
ht
S Z D h
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El esquema 1 presenta la doble relación existente entre cada uno de los miembros y
el capital social de su grupo. Por una parte, cada uno de ellos (j =1,2...n) contribuye, a lo
largo del tiempo, a la formación del capital social Sh. Por otra, dicho capital social se
integra como argumento en la función de utilidad de cada uno de ellos.
ESQUEMA 1.- Capital social y funciones de utilidad
j = 1 2 3 4 ..................... n
Sh
U1 U2 U3 U4 Un
Uj = Uj (X1,.........Xn, Pj, Sj
h)
Este modelo puede ser aplicado al grupo de los jueces en una determinada estructura
social, ya que se trata de un grupo profesional cuyos límites están claramente definidos, en
el que todos sus miembros comparten, generalmente a tiempo completo, el desempeño de
una concreta actividad y la mayoría han seguido, en el marco de cada país, un proceso
similar de integración en el colectivo. Como hemos visto, el mecanismo de integración en
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el grupo es, sin embargo, diferente en los diversos países, lo que puede afectar de manera
significativa los patrones de comportamiento de los jueces. Para ser juez en España, como
en otros países de la Europa continental, hay que cursar, en primer lugar, la licenciatura de
derecho. En estos estudios el alumno recibe ya una inmersión en lo que podríamos
denominar valores básicos de los juristas que, en la mayoría de los países europeos están
bastante alejados de los criterios de eficiencia económica. Es posible, sin duda, distinguir
entre los esquemas de valores predominantes en diversas profesiones jurídicas. Pero creo
que resulta innegable que estudiar derecho ofrece una visión particular de la vida social,
diferente de la que obtiene quien estudia economía o sicología, por ejemplo.
Posteriormente el aspirante a juez debe pasar por el filtro de unas oposiciones en las
que quienes van a decidir sobre su integración o no en el grupo son miembros de él. Su
propio interés hará, por tanto, que el aspirante vaya asumiendo los valores de quienes
determinarán su futuro profesional. Aprobada la oposición, el juez ya es miembro del
grupo. Y una formación complementaria mediante cursos en la Escuela Judicial y prácticas
en juzgados y tribunales, además de ofrecerle parte de los conocimientos técnicos que
necesita, contribuyen a completar su proceso de socialización. Tal proceso es muy
importante en cualquier corporación, sea una empresa o un grupo profesional, porque
reduce los costes de transacción en la vida diaria y refuerza, además, las acciones colectivas
que el grupo puede llevar a cabo. Es cierto que, una persona puede negarse a aceptar un
determinado sistema de normas sociales; y lo hará siempre que el beneficio esperado
incumplirlas sea superior al coste esperado de tal conducta. Pero los incentivos para actuar
de acuerdo con la norma social son siempre elevados. En el caso de los jueces el coste del
incumplimiento puede tener su origen tanto en la sanción de los órganos de supervisión,
como en la sanción informal de otros miembros del grupo, lo que, en ambos casos, puede
crear dificultades al avance de la carrera del juez. En todo caso, el funcionamiento del
grupo será más eficiente si sus miembros han internalizado una serie de principios básicos,
que crean confianza en el colectivo y reducen los costes de inspección y mantenimiento de
la disciplina en la organización.
Al ser elevado el número de jueces y al haberse ido formando su capital social a
través de un proceso histórico dilatado, el papel desempeñado por cada miembro individual
en el proceso de creación de ese capital es bastante limitado. De hecho cabe suponer
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razonablemente que cada juez actúa como una persona que acepta un esquema de valores
mucho más que como alguien que puede desempeñar un papel de alguna relevancia en la
creación de aquéllos. En el caso de los jueces, como en el otros grupos, puede suceder, sin
embargo, que algunos miembros puedan convertirse en algo similar a “líderes de opinión”,
en el sentido de que vayan más allá de ser meros aceptantes o transmisores de valores. Pero
esto parece darse en escasas ocasiones, al menos en los sistemas de derecho civil
continental. Es cierto que los tribunales de justicia están jerarquizados, en cuanto no tienen
la misma relevancia las opiniones de todos los jueces a la hora de sentar las bases de la
interpretación de un determinado texto legal. Pero pocos han sido en la historia –sobre todo
en un país como España- los jueces que realmente han influido personalmente en forma
decisiva en moldear ese capital social que estamos analizando.
El caso puede ser, sin embargo, diferente en los sistemas de derecho común,
especialmente en los Estados Unidos, donde todo jurista conoce bien los nombres de
aquellos jueces que a lo largo de la historia hicieron aportaciones importantes a la cultura
jurídica –y no sólo en el ámbito judicial- del país; y donde sigue siendo habitual, por
ejemplo, designar al Tribunal Supremo de un determinado momento histórico por el
nombre de quien lo presidía en aquel momento. Pero no deben olvidarse dos factores. El
primero es que el papel que los jueces –y el Tribunal Supremo especialmente- desempeñan
en los Estados Unidos es mucho más relevante que el que desempeñan los jueces en
Europa. El segundo que, también en el caso del Tribunal Supremo, se trata de un tribunal
formado por un número muy reducido de miembros, nombrados con carácter vitalicio, por
lo que pueden desempeñar sus cargos durante largo tiempo. La cuestión tiene relevancia a
la hora de plantearse desde el poder público, por ejemplo, la conveniencia de influir en una
reforma paulatina de los criterios que inspiran las decisiones judiciales en temas
económicos.
Al igual que cualquier otro grupo, los jueces no actúan en el vacío, sino en un
determinado marco social y económico que va a influir, en buena medida, en la formación
de sus propias ideas. Las preferencias de los jueces tienen así, en su origen, dos elementos
importantes. El primero es el conjunto de ideas dominantes en una determinada sociedad en
un momento histórico concreto, entendiendo por tales no sólo los principios vigentes en el
conjunto de la sociedad, sino también aquellas dominantes en núcleos sociales más
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reducidos, de carácter familiar o religioso, por ejemplo. El segundo elemento sería el
conjunto de valores que el propio grupo profesional transmite al juez. En lo que al primero
de estos elementos hace referencia, tanto la tradición social y cultural de un país como el
momento histórico en el que nos encontremos pueden condicionar a los jueces, en cuanto es
la sociedad misma la que se ve influida por ella. En este sentido, no es sorprendente, por
ejemplo, encontrar una actitud de los jueces más favorable a la no intervención del Estado
en las relaciones económicas privadas y al principio de la libertad de contrato en un país
como los Estados Unidos de América que en una nación como España, en la que los
principios liberales ha tenido siempre mucha menor fuerza.
Pero, si tomamos en consideración un país concreto, encontraremos también
diferencias. Así es más fácil que se dé esa mayor aceptación de la autonomía contractual de
las partes en un juez de finales del siglo XIX que en uno de nuestros días, no sólo porque
las normas legales atribuyeran entonces a este principio mayor relevancia, sino también
porque las ideas económicas dominantes en la sociedad eran distintas. Si pensamos en el
caso del país que suele considerarse prototipo de sociedad en la que triunfan los valores
propios del capitalismo y la economía de mercado, los Estados Unidos, puede mencionarse
como ejemplo de esta evolución el cambio significativo experimentado en el primer tercio
del siglo XX por la jurisprudencia de su Tribunal Supremo a la hora de aceptar o no la
competencia del poder legislativo para intervenir en la fijación de precios y condiciones
contractuales.6 Y, en la misma línea, cabe analizar también la evolución de la regulación y
la jurisprudencia en muchos otros países y campos del derecho. Por citar un segundo caso
de interés actual, con claras repercusiones sobre el crecimiento económico, puede tomarse
en consideración la actitud de los legisladores y los jueces a lo largo de los dos últimos
siglos en relación con la aplicación de la regla de responsabilidad civil en derecho de daños.
Aun a riesgo de simplificar mucho el problema, cabe afirmar que, a lo largo del siglo XIX,
la regla dominante en el mundo occidental fue la de responsabilidad por culpa (sólo es
responsable del daño quien lo causa si ha actuado con negligencia y no ha adoptado los
principios de precaución básicos). Mientras en los países de derecho civil esta regla fue
establecida, por lo general, mediante preceptos legales, codificados en algunos casos,
parece que en los Estados Unidos se produjo una evolución de la jurisprudencia a partir de
la regla de responsabilidad objetiva (quien causa el daño es responsable en todo caso, al
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margen de las medidas de precaución adoptadas) característica de la tradición del derecho
común. Tal cambio en la jurisprudencia ha sido interpretado (Horwitz 1977) como una
fórmula para favorecer la industrialización, ya que la regla de responsabilidad por culpa
reduce los costes de la creación de nuevas empresas y el desarrollo de nuevos medios de
transporte, y eleva, en cambio, los de actividades tradicionales, como la agricultura,
pudiendo producir perjuicios, además, a consumidores no ligados directamente a
actividades productivas. Los jueces, legisladores y reguladores habrían actuado así de
acuerdo con una idea muy extendida en la época, según la cual la industrialización y el
desarrollo de los ferrocarriles constituían necesidades indiscutibles y el conjunto de la
sociedad debería estar dispuesta a soportar las externalidades negativas generadas por estas
actividades. En la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, experimentó un gran
desarrollo la regla de responsabilidad objetiva en muchos ámbitos de la vida económica.
Este cambio fue promovido, ciertamente, por reformas legales. Pero también por la
interpretación de la ley por parte de los tribunales de justicia. Y en ambos casos parece que
estarían respondiendo, de nuevo, a un cambio de valores sociales, por el que las claras
preferencias del siglo anterior por la industrialización serían sustituidas en las últimas
décadas del siglo XX por una mayor relevancia de objetivos como la defensa del medio
ambiente o la seguridad del consumidor. 7
En lo que al segundo elemento –los valores que su colectivo profesional transmite al
juez- hace referencia, hay que distinguir, a su vez, al menos dos cuestiones relevantes. La
primera sería la ya mencionada existencia de diferencias en la interpretación del mundo por
parte de los juristas frente a otros grupos, como los empresarios o los economistas. Pero
dentro del grupo de los juristas puede distinguirse también visiones distintas. Si lo que
hemos denominado el proceso de socialización es relevante en toda corporación, cabe
argumentar que lo es más aún en el caso de grupos como el de los jueces de algunos países
del continente europeo que, por su origen y formación tienen menos conexiones con la
vida económica que otros juristas, como los abogados, por ejemplo. De hecho uno de los
resultados de una de las encuestas realizadas en España antes mencionadas (Toharia 1998)
refleja con bastante claridad cómo, aunque los juristas de diversas profesiones comparten
entre sí muchos valores y formas de entender la sociedad, algunos -los abogados- se
encuentran mucho más próximos a las preocupaciones de los empresarios que otros -los
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jueces-. Es explicable, por tanto, que las ideas sobre el comportamiento en el seno de
grupos sociales que aquí se presenta, aunque aplicable en principio a cualquier modelo de
organización de la administración de justicia sea más relevante en los modelos
continentales, que en aquellos en los que sólo se accede a la judicatura tras una cierta
experiencia en el mundo de la abogacía.
IV.- EL PAPEL DE LA POLITICA
Hasta el momento en este análisis no se ha hecho referencia explícita alguna a la
posible influencia de las motivaciones políticas en las decisiones judiciales. Y el tema
tiene, sin duda, mucha relevancia. La independencia de los jueces constituye una de las
bases de un sistema de tutela judicial que inspire confianza a los demandantes de justicia.
No se trata sólo de que un juez sometido al poder político pueda dictar sentencias que se
consideren injustas, en el sentido de que produzcan efectos no deseados en la distribución
de la renta. El problema más grave radica en que una justicia no independiente será
también ineficiente, en cuanto no creará eses elemento intangible fundamental para el
desarrollo económico de una sociedad que es la garantía del cumplimiento de los contratos;
lo que, a su vez, reducirá el volumen de transacciones y obligará a la búsqueda de acuerdos
mucho más costosos desde el punto de vista social.
No son raros, en España y en otros países, los debates sobre las ideas políticas de
determinados jueces cuando se discute su nombramiento para puestos en tribunales
superiores, por existir una preocupación razonable de que, llegado el momento de adoptar
una decisión con respecto a determinadas actividades del gobierno, o relacionadas con
miembros de éste, su posición política pueda inclinarles a favorecer, o a perjudicar, a un
determinado grupo. Cuando en este tipo de nombramientos interviene un órgano político –y
el Consejo General del Poder Judicial tiene hoy en nuestro país mucho de órgano de tal
naturaleza, sin duda alguna- este tipo de debates es habitual y, a veces, casi inevitable. La
experiencia que tenemos España con respecto a tales polémicas es aún bastante reciente;
pero hay países en los que se ha analizado ampliamente el papel que, en la selección de los
jueces, desempeña su afinidad al grupo político en el gobierno; y lo que es más importante,
el grado en el que tal afinidad influye en sus resoluciones como jueces.
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El caso más relevante es, sin duda, el de los Estados Unidos, donde los jueces de los
tribunales superiores – entre ellos todos los miembros del Tribunal Supremo de la nación y
de los Tribunales Federales de Apelación- son propuestos por el poder ejecutivo y
ratificados por el legislativo. Algunas de las comparecencias de los candidatos en el Senado
de la Unión han sido de gran dureza y han dado origen a numerosas reflexiones críticas
sobre la eficiencia del sistema que, más que la competencia técnica del candidato al puesto,
podría estar primando el sentido de sus resoluciones futuras en temas especialmente
sensibles en el debate político, como pueden ser en aquel país la cuestión del aborto o de la
discriminación positiva a favor de las minorías.
La literatura empírica existente sobre el tema, aunque ya relativamente amplia, es
todavía bastante reciente y no permite aún la obtención de resultados concluyentes. Dos son
las razones de las discrepancias existentes en la literatura. La primera, la dificultad misma
de determinar qué significa la independencia política de los jueces. La segunda, el hecho de
que, cuando se realizan estudios empíricos, la muestra de casos y tribunales es
necesariamente limitadas, por lo que se pueden obtener con facilidad resultados
contradictorios. En el caso de los Estados Unidos, la existencia de dos partidos que
comparten el poder y designan a los gobernantes que nombran a los jeces, permite analizar
el grado en el que éstos se ven influidos por el nombramiento a la hora de adoptar sus
decisiones en los tribunales de justicia.8 Ashenfelter, Eisenberg y Schwab (1995) han
estudiado casos federales de derechos civiles y llegado a la conclusión de que no pueden
encontrarse correlaciones sólidas entre el partido que apoyó el nombramiento de
determinados jueces y las resoluciones de éstos en los tribunales. Por el contrario, en un
estudio basado en casos relacionados con la protección del medio ambientes R. Revesz
(1997) ha encontrado que existe una significativa relación entre las ideas que se suponen
dominantes en el grupo político que apoyó el nombramiento de un determinado juez y el
sentido de las sentencias de dicho juez en el tribunal de apelación del Circuito del D.C. Más
recientemente Sunstein, Schkade y Ellman (2003), a partir del estudio de más de cuatro mil
casos decididos por tribunales federales de apelación, han concluido que, en un número
elevado de cuestiones, el hecho de que el juez haya sido propuesto por el Partido
Demócrata o el Partido Republicano constituye un buen indicador de cuál puede ser el
sentido de la decisión de aquél. Estas diferencias, que parecen claras en temas como el
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derecho al aborto, el acoso sexual, la discriminación positiva, la aplicación de la pena de
muerte, la puesta en práctica de legislación sobre minusválidos o la ruptura del velo en las
sociedades anónimas, resultan, sin embargo, mucho menos relevantes en otros temas,
como los casos en los que se debatía la oposición de particulares a expropiaciones forzosas
por parte del sector público.
Convendría además, hacer una matización a lo que se entiende por
“condicionamiento político” de las decisiones judiciales.9 Lo que en el debate que tiene
lugar en los Estados Unidos se está planteando no es que los jueces propuestos por un
gobierno demócrata o republicano vayan a votar a favor o en contra de intereses concretos
de determinados políticos o de los propios partidos que se diluciden ante un tribunal de
justicia, sino que los partidos apoyan el nombramiento de personas con unas preferencias
que coincidan con las dominantes en cada uno de los partidos. No se trataría, por tanto, de
“comprar favores” por anticipado, sino de orientar la jurisprudencia de acuerdo con unas
determinadas ideas. Tema diferente es que el carácter político de los nombramientos pueda
hacer que los jueces dicten sentencias en favor o en contra del poder ejecutivo. Y esta es la
cuestión a la que suele hacerse referencia en países como Francia, Italia o España cuando se
habla de la politización de la justicia. Tal problema reviste mucha más gravedad, porque si
las preferencias ideológicas son inevitables, la falta de objetividad a la hora de enjuiciar a
un político determinado no lo es. Y cualquier duda que pueda plantearse ante la opinión
pública a este respecto resulta muy peligrosa para la imagen de la judicatura, lo que, a su
vez, reduciría la seguridad jurídica e incrementaría, por tanto, los costes de la actividad
económica, influyendo así de forma negativa en el desarrollo.
V.-EL COSTE DE LA IDEOLOGIA
Una última cuestión que conviene plantear es el grado en el que estas preferencias
específicas influyen en el comportamiento de los jueces. Si los argumentos de la función de
utilidad son múltiples, y éstas funciones son subjetivas, cada juez valorará de una forma
particular la relevancia de cada uno de sus objetivos. Y puede darse el caso de que éstos
sean, en algún momento, contradictorios. Pensemos en una situación habitual de un tribunal
colegiado en el que uno de los jueces no está de acuerdo con las tesis del ponente de la
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sentencia o con la opinión mayoritaria de la sala. Si el objetivo del juez es maximizar sus
preferencias, tendrá incentivos en dedicar tiempo a preparar una argumentación contraria a
la del ponente, tratar de convencer a los otros jueces para que su visión del tema prevalezca
y, en caso de no conseguirlo –si está autorizado para ello, como sucede en algunos paísesescribir
un voto particular. Pero si la comodidad o el ocio son para él los factores más
relevantes, no dudará en suscribir la opinión del ponente o sumarse a la mayoría, lo que le
supondrá un indudable ahorro de esfuerzo. La defensa de las preferencias tiene, por tanto,
un coste de oportunidad, que cada juez estará dispuesto a asumir o no de acuerdo con la
relevancia del caso, de la probabilidad de que su opinión pueda influir en la decisión de los
jueces de la sala o en la decisión de un futuro tribunal superior si se recurre la sentencia y
los argumentos de su propia función de utilidad.
Esta actitud de renunciar a luchar por el triunfo de las propias ideas y aceptar sin
plantear problemas la opinión de la mayoría puede responder también a una conducta de
maximización de la utilidad a largo plazo, en el sentido de que un juez que no presente,
como regla general, objeciones a la decisión del ponente de la sentencia puede esperar que,
cuando le corresponda a él desempeñar tal función, reciba un tratamiento similar por parte
de sus colegas. Esta actitud estaría reflejando una conducta cooperativa en el largo plazo,
que podría interpretarse en términos de un juego iterativo; y encajaría perfectamente en el
conocido resultado de que la integración en un grupo social concreto y la frecuencia del
trato son incentivos para la cooperación. De nuevo el coste de oportunidad de la defensa de
las propias ideas sería considerado demasiado alto por el juez.
La literatura reciente ha analizado estos denominados “efectos de panel”, o la
influencia que en las opiniones manifestadas por un juez en el ejercicio de sus funciones
tiene la opinión de los restantes jueces, cuando actúa en un tribunal colegiado.
Supongamos, por simplificar, que sólo existen dos posibles ideologías, A y B; y nuestro
juez tiene la ideología A. El grado en el que esté dispuesto a dedicar tiempo y esfuerzos a
obtener una resolución concordante con su ideología vendrá, sin embargo, condicionado
por el hecho de que los dos jueces restantes10 tengan el mismo tipo de preferencias o sean
de ideologías contrarias. Susnstein, Schakade y Ellman (2003) denominan a estos efectos
de “debilitamiento” y de “profundización” ideológica. El primero de los casos de plantea
cuando un juez se encuentra en minoría, por tener la ideología contraria los otros dos
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miembros del tribunal; es decir, la estructura del tribunal es BBA. El segundo efecto
requeriría, en cambio, una estructura del tipo AAA, en la que nuestro juez formaría tribunal
con otros dos jueces que comparten su visión del problema sobre el que tienen que decidir.
La tesis es que, mientras en el primero de los casos un juez difícilmente lucharía por hacer
prevalecer su posición, a no ser que la propia norma legal y la jurisprudencia anterior
permitieran prever que la sentencia apoyada por los jueces de ideología B sería rechazada
por un tribunal de apelación, en el segundo nuestro juez se verá reforzado en sus ideas y
adoptará una posición radical en su defensa. El voto final del juez vendría así condicionado
no sólo por sus propias preferencias, sino también por las preferencias de los restantes
miembros del tribunal. El juez podría así votar por la resolución contraria a sus propias
ideas en un tribunal en el que supiera que dos votos con seguridad serían B. La estrategia de
relaciones internas podría así imponerse a las preferencias del juez.
Si se acepta la hipótesis de este trabajo, de acuerdo con la cual existe un conjunto de
ideas sobre cuestiones económicas compartidas por la mayor parte del colectivo de los
jueces, que forman parte del capital social del grupo, los desacuerdos por razones
ideológicas no serán relevantes en la mayor parte de los casos. Y en aquellos en los que
hubiera diferencias, la existencia de efectos de panel haría que las discrepancias se
suavizaran y se reforzara de esta manera la tendencia a alcanzar decisiones de consenso;
por lo que la ideología mayoritaria conseguirá, con toda probabilidad, una influencia mayor
que la que representa el porcentaje de jueces que la asumen.
Las preferencias compartidas por el colectivo de los jueces pueden desempeñar, por
tanto, un papel muy relevante en la orientación de la jurisprudencia. Y tal posibilidad se ve
reforzada por el hecho de que la mayor independencia de la que disfrutan los jueces a la
hora de dictar una resolución, en comparación, por ejemplo, con la de un político, hace que
aquéllos no se vean tan influidos por los grupos de interés, de los que depende, en cambio,
por ejemplo, el futuro de un gobernante sujeto a reelección. Es posible que intentar cambiar
el mundo no desempeñe papel alguno en la función de utilidad de los jueces; pero casi
todos preferirían que el mundo real se pareciera un poco más a aquel en el que a ellos les
gustaría vivir.
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NOTAS.-
* Catedrático de Economía, Universidad Complutense. Depto. de Economía Aplicada IV.
Facultad de Derecho. Ciudad Universitaria s.n. 28040 Madrid.
1.- No resulta siempre fácil determinar qué países pertenecen realmente a la tradición del
derecho común; sobre todo si tenemos en cuenta que un jurista como Richard Posner ha
llegado a afirmar que difícilmente puede considerarse que el derecho inglés actual pueda
situarse plenamente en la tradición del derecho común, que sería hoy casi exclusiva del
derecho norteamericano.
2.- Véase, por ejemplo, en este sentido Scalia (1997)
3.- Para el caso de Francia véase D. M. Provine “Courts in the Political Process in France” ,
en Jacob y otros (1996), p.234
4.- Smith (1762-66-1978), p. 147
5.- Coleman, 1990, pp. 300-321
6.- El contraste en la forma en la que el Tribunal Supremo resolvió Lochner v. New York
(1905) y Nebbia v. New York (1934), rechazando en el primer caso la competencia del
estado para regular una jornada laboral y aceptando, en el segundo una regulación de
precios, es una buena muestra de esta evolución. Un amplio estudio sobre este tema en
Siegan (1980)
7.- Véase en relación con este tema Cabrillo (1994)
8.- El problema de los jueces estatales elegidos por votación popular en los Estados Unidos
presenta algunas peculiaridades de interés con respecto al modelo, que no serán discutidas
aquí.
9.- Un buen resumen de los problemas que plantea la definición de la “independencia
judicial” en Ramseyer (1998)
10.- Se supone aquí un tribunal colegiado de tres jueces, pero los resultados serían similares
en el caso de que el número de jueces fuera mayor.
REFERENCIAS
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Influence of Judicial Background on Case Outcomes”. Journal of Legal Studies, pp. 257-
282
23
Becker, G. (1996). Accounting for Tastes. Cambridge (Mass.): Harvard University Press,
1996
Becker, G. y Murphy, M. (2000). Social Economics. Market Behavior in a Social
Environment. Cambridge (Mass.) : Belknap Press
Cabrillo, F. (1994). "Industrialización y derecho de daños en la España del siglo XIX".
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Cabrillo, F. y Pastor, S. (2001), Reforma judicial y economía de mercado. Madrid: Círculo
de Empresarios, 2001
Círculo de Empresarios (2003). Justicia, economía y empresa. Madrid
Coleman , J. (1990). Foundations of Social Theory. Cambridge (Mass.): Belknap Press
Cooter, R. (1983). “The Objectives of Private and Public Judges”. Public Choice 107
Horwitz, M. J. (1992). The Transformation of American Law. Oxford: Oxford University
Press.
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Posner, R (1995). “What Do Judges Maximize?” En Overcoming Law. Cambridge (Mass.):
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Revesz, R. L. (1997), Environmental Regulation, Ideology and the D.C. Circuit”.
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Scalia (1997), A. A Matter of Interpretation. Princeton: Princeton University Press
Siegan, B. (1980). Economic Liberties and the Constitution. Chicago: University of
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Stigler G. J. y Becker, G.S. (1977). De Gustibus non est Disputandum. American
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Sunstein, C. R., Schkade, D, y Ellman, L.M., (2003). Ideological Voting on Federal Courts
of Appeals: A preliminary Investigation. The University of Chicago Law School, Working
Paper 198
Toharia, J. (1998), Insuficiencias, deficiencias y disfunciones del sistema jurídico-judicial y
sus consecuencias sobre la actividad económica y empresarial: la administración de
justicia vista por el empresariado español. Madrid (mimeo)
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